La redención de la eterna promesa
Todo funcionó a la perfección (visita estelar de Pancho Varona y familia incluida), pero más allá de lo ensayado, también hubo lugar para la emoción sincera. Para el nudo en la garganta del tipo que le regaló una canción maldita al no menos maldito icono de la movida madrileña vía adaptación de un poema del granadino Luis García Montero . En este momento de la noche fue cuando don Enrique se mostró sin tapujos. Bromeó con Jacob -su bajista de toda la vida- y se terminó de meter al público en ese bolsillo plagado de trozos de servilletas y envoltorios de azucarillos en los que garrapatea su próxima venganza emocional ante esta vida de mierda que le (nos) ha tocado vivir.
Tan a gusto estaba, que no se quería ir. Ya había desgranado una docena de canciones de su séptimo trabajo cuando echó la vista atrás. Al principio se rió de su propia sombra: «Nunca lo hago, pero hoy he leído una reseña en el periódico en la que se refieren a mí como 'el veterano cantante'... Siempre había querido algo así». Pero después, este moderno Peter Pan del Rock & Roll, cosido a sus recuerdos por el hilo de la infinita infancia («Yo me libré porque nací en el 73»), se relamió el 'salitre' de sus labios («...Te conocí a la orilla del Pisuerga») para regalar a un repleto auditorio alguno de sus pequeños tesoros aún sin título («Estoy dudando entre dos...»). Un acto de exorcismo de sus propios fantasmas emocionales que, paradojas del destino, logra conectar con cientos de seres que lo observan agazapados en la penumbra.
Quizá por eso, y como colofón a una noche de ensueño, pedía don Enrique -en el último bis- una y otra vez que le encendieran las luces del auditorio. «Por favor, encended las luces. Quiero ver a la gente». Y de nuevo apareció Quique, el chico huidizo que pasa desapercibido cuando camina a tu lado, y se cruzó en nuestras vidas. Esta vez para quedarse.
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